miércoles, 13 de agosto de 2008

La paz como valor absoluto.

El capítulo IX del libro (Violencia: tolerancia cero) está dedicado a un tema —el de la violencia— que viene centrando las reflexiones de politólogos y filósofos políticos y sociales casi desde el principio mismo de la civilización. Camps y Giner parecen tomar partido claramente por lo que yo denominaría un pacifismo absoluto:
La violencia es siempre intolerable, venga de donde venga, de un gobierno inícuo [sic], como de una banda de fanáticos. Si ello significa que la militancia cívica y pacífica no da resultados inmediatos o a corto y hasta medio plazo, sea.

(Camps y Giner: p. 120)


Se trata de una posición muy a la moda últimamente, sobre todo en Europa. Casi pareciera que hubiéramos olvidado nuestra propia Historia, entregándonos en cambio a un idealismo pacifista que, en principio, es bien difícil de criticar, pero que sencillamente no siempre se ajusta a nuestras experiencias. Es algo así como si entre todos nos hubiéramos puesto de acuerdo para aceptar una descripción falsificada de los hechos históricos. Veamos, la paz es, sin lugar a dudas, un principio fundamental. Se trata de un valor tan importante que debemos hacer todo lo posible por evitar la guerra, incluso en aquellos casos en los que una de las partes implicadas se está comportando de manera obviamente injusta o impropia. Ahora bien, ello no quita para que dejemos de defender el derecho a la defensa frente a ataques a los derechos fundamentales. Es ésta, precisamente, una de las cuestiones básicas que aún no ha resuelto la izquierda contemporánea: por un lado, se hace una crítica permanente de la colusión con gobiernos autoritarios aquí y allá pero, por otro lado, también se critican los intentos de deponer a dichos regímenes por las armas o, incluso, de castigarlos con sanciones económicas que no tienen más remedio que afectar también a sus respectivas poblaciones. ¿Qué hacer, pues? ¿Continuar criticando todo lo que se nos pone por delante sin proponer jamás solución alguna a los problemas? Esta posición se me antoja bastante deshonesta, la verdad. ¿Estamos proponiendo que los milicianos republicanos debieran haberse negado a luchar en 1939, aceptando el golpe de Estado ilegítimo con entereza y resignación? ¿Estamos diciendo que la oposición armada a las tropas hitlerianas no debiera haber tenido lugar jamás, que hicimos bien en mirar para otro lado mientras Pol Pot cometía sus crímenes de lesa humanidad? ¿Estamos diciendo que usar la violencia para detener el genocidio en lugares como Bosnia o Ruanda es algo inmoral y que debemos evitar a cualquier coste? Se trata, después de todo, de casos en los que "la militancia cívica y pacífica no da resultados inmediatos o a corto y hasta medio plazo". ¿Demos responder, entonces, tal y como hacen Camps y Giner con un "así sea"? ¿Seríamos capaces de hacer esto mirando a los ojos a las víctimas de estos totalitarismos?

Como decía antes, la paz es un valor importante, sin lugar a dudas. Se trata de algo que debemos esforzarnos por preservar, usando la fuerza únicamente como último resorte. Sin embargo, no podemos renunciar a la fuerza en un mundo en el que aún hay demasiados individuos, estadistas y colectividades empeñados en imponer sus ideas totalitarias sobre la mayoría de la población usando métodos violentos. A todos nos gustaría vivir en un mundo donde la violencia no existiera, pero de momento no hemos sido capaces de alcanzarlo. Eso es una realidad. Se me dirá (de hecho, Camps y Giner lo hacen en su libro) que ha habido claros casos en los que el uso de métodos no violentos condujo al triunfo final de lo que todos asumimos hoy día como causas justas: Gandhi y su movimiento contra el apartheid que afectaba a la minoría india en Sudáfrica o en favor de la independencia de su país y la abolición de la sociedad de castas después, o el movimiento de Martin Luther King contra el racismo en los EEUU de los años sesenta. Sin embargo, no se tiene en cuenta algo de suma importancia: en todos estos casos estamos hablando de movimientos de resistencia no violenta que se desarrollan en el marco de regímenes democráticos o cuasi-democráticos y sociedades más o menos tolerantes. Ni el gobierno colonial británico, ni las autoridades sudafricanas, ni tampoco las instituciones políticas estadounidenses son comparables para nada con el nazismo, el fascismo o el comunismo. A menudo nos gusta exagerar las cosas, se nos calienta la boca y caemos en simplificaciones que tienden a oscurecer el asunto que estamos tratando. La comparación entre el racismo del Sur de los EEUU en los años sesenta y un Estado totalitario como el soviético sería uno de estos ejemplos. La segregación racial era, ciertamente, injusta. Ahora bien, en ningún caso se llegó a vivir el nivel de represión totalitaria llevado a cabo por las propias autoridades en la Unión Soviética. Ni Martin Luther King ni Gandhi jamás corrieron peligro de ser deportados a un campo de trabajo en Siberia ni tampoco de ser enviado a Auschwitz en un tren de ganado. Son cosas que a menudo olvidamos en nuestra pasión dialéctica por defender la viabilidad de la acción no violenta.

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