viernes, 30 de julio de 2010

El Horla y otros cuentos de crueldad y delirio.

Guy de Maupassant, al igual que Edgar Allan Poe, se ha convertido con el tiempo en un clásico del cuento onírico y de terror. Esta colección de dieciséis cuentos suyos incluye, entre otros, El Horla, quizá uno de sus más conocidos (contiene, además, dos versiones levemente distintas del cuento: la primera versión, publicada el 26 de octubre de 1886, y una segunda, publicada el 17 de enero de 1892). Todos y cada uno de los cuentos van precedidos de un breve texto introductorio en el que se nos explica cuándo y dónde se publicó, así como algunos otros detalles que puedan ayudar a situarlo en su contexto. Sería difícil de entender la tradición europea del cuento macabro y fantástico sin la aportación de Maupassant.

Ficha técnica:
Título: El Horla y otros cuentos de crueldad y delirio.
Autor: Guy de Maupassant.
Editorial: Valdemar.
Edición: primera edición, Madrid (España), 1996.
Páginas: 251 páginas.
ISBN: 84-7702-176-7

jueves, 22 de julio de 2010

Últimas consideraciones sobre la idea de belleza y defensa del artista disoluto.

Ya cerca del final del libro, el narrador describe así un sueño que tiene con claras connotaciones de diálogo platónico:
"Porque la Belleza, Fedro, tenlo muy presente, sólo la Belleza es a la vez visible y divina, y por ello es también el camino de lo sensible, es, mi pequeño Fedro, el camino del artista hacia el espíritu. Pero ¿crees acaso, querido mío, que algún día pueda obtener la sabiduría y verdadera dignidad humana aquel que se dirija hacia lo espiritual a través de los sentidos? ¿O crees más bien (te dejo la libertad de decidirlo) que es éste un camino peligroso y agradable al mismo tiempo, una auténtica vía de pecado y perdición que necesariamente lleva al descarrío? Porque has de saber que nosotros, los poetas, no podemos recorrer el camino hacia la Belleza sin que Eros se nos una y se erija en nuestro guía; sí, por más que a nuestro modo seamos héroes y guerreros virtuosos, en el fondo somos como las mujeres, pues lo que nos enaltece es la pasión, y nuestro deseo será siempre, forzosamente, amor: tal es nuestra satisfacción y nuestro oprobio. ¿Comprendes ahora por qué nosotros, los poetas, no podemos ser sabios ni dignos? ¿Comprendes por qué tenemos que extraviarnos necesariamente, y ser siempre disolutos, aventureros del sentimiento? La maestría de nuestro estilo es mentira e insensatez; nuestra gloria y honorabilidad, una farsa; la confianza de la multitud en nosotros, el colmo del ridículo, y el deseo de educar al pueblo y a la juventud a través del arte, una empresa temeraria que habría que prohibir. Pues ¿cómo podría ser educador alguien que posee una tendencia innata, natural e irreversible hacia el abismo? Quisiéramos negarlo y conquistar la dignidad, pero dondequiera que volvamos la mirada, nos sigue atrayendo. De ahí que renunciemos al conocimiento; pues el conocimiento, Fedro, carece de dignidad y de rigor: sabe, comprende, perdona, no tiene forma ni postura algunas, simpatiza con el abismo, es el abismo. Por eso lo rechazamos, pues, con decisión, y nuestros esfuerzos tendrán en adelante como único objetivo la Belleza, es decir, la sencillez, la grandeza, un nuevo rigor, una segunda ingenuidad, y la forma. Pero la forma y la ingenuidad, Fedro, conducen a la embriaguez y al deseo, pueden inducir a un hombre noble a cometer las peores atrocidades en el ámbito sentimental —atrocidades que su propia seriedad, siempre hermosa, condena por infames—; llevan, también ellas, al abismo. A nosotros los poetas, digo, nos arrastran hacia él, dado que no podemos enaltecernos, sino solamente entregarnos al vicio. Y ahora, Fedro, he de marcharme. Tú quédate aquí, y sólo cuando ya no me veas, márchate también".

(Thomas Mann: La muerte en Venecia, pp. 91-92)

Si Mann tuviera razón en todo esto, deja sin duda muy mal parado a un siglo XX que tanta atención prestó siempre a los intelectuales y que tanto apreció sintió por el artista comprometido. Convendría, por ello, considerar cuidadosamente las palabras de Mann.

martes, 20 de julio de 2010

El amor por encima del temor a la epidemia.

La epidemia se extiende por la ciudad y las autoridades, como era de esperar, reaccionan acallando las noticias para que no es extienda el pánico entre la población:
"¡La consigna es callar!", pensó Aschenbach irritado y tirando los periódicos sobre la mesa. "¡Hay que silenciar el problema!" Pero, al mismo tiempo, un sentimiento de satisfacción embargó su alma al imaginar la aventura en que iba a verse envuelto su entorno inmediato. Pues la pasión, al igual que el crimen, se aviene mal con el orden establecido y el bienestar de la vida cotidiana, y cualquier dislocación del sistema burgués, cualquier confusión o calamidad que amenace al mundo le resultarán forzosamente gratas, porque conserva una vaga esperanza de sacar provecho de ellas. Aschenbach sentía, pues, un oscuro regocijo por lo que bajo el manto paliatorio de las autoridades estaba sucediendo en las callejas de Venecia, por ese perverso secreto de la ciudad que se fundía con el suyo propio, el más íntimo, y que también a él le interesaba tanto guardar. Pues nada angustiaba más al enamorado que la posibilidad de que Tadzio se marchara, y no sin temor se daba cuenta de que, si esto ocurría, él no sabría ya cómo seguir viviendo.

(Thomas Mann: La muerte en Venecia, pp. 68-69)

La atracción hacia Tadzio (¿el amor por la belleza, por la esencia misma del arte?) se sitúan por encima incluso del terror a la enfermedad. Nada de ello importa si Aschenbach puede continuar viendo a su amado a diario.

He aquí otra clara descripción de su sentimiento amoroso hacia el joven efebo:
Así, víctima de su extravío, no sabía ni quería oír otra cosa que perseguir sin tregua al objeto de su pasión, soñar con él en su ausencia y a la manera de los amantes, dirigir palabras tiernas a una simple sombra. La soledad, el país extranjero y la dicha de una embriaguez tardía y profunda lo animaban e inducían a permitirse, sin miedo ni rubor alguno, las mayores extravagancias. Como una noche en que al volver ya tarde de Venecia, no tuvo el menor reparo en detenerse ante la puerta de Tadzio, en el primer piso del hotel, apoyar su frente en ella y permanecer así largo rato, en un estado de embriaguez total, a riesgo de que lo sorprendieran en tan absurda postura.

(Thomas Mann: La muerte en Venecia, p. 71)

Síntoma claro de enamoramiento, por supuesto.

lunes, 19 de julio de 2010

La belleza es inexpresable.

Frase lapidaria, de las que conviene tener a mano en una colección de citas:
Su belleza superaba lo expresable, y, como tantas otras veces, Aschenbach sintió, apesadumbrado, que la palabra sólo puede celebrar la belleza, no reproducirla.

(Thomas Mann: La muerte en Venecia, p. 65)

He ahí el sino de todo arte: esforzarse por expresar lo inexpresable. Como bien afirma Mann, a lo más que puede llegar es a reproducirlo de una forma más o menos fiable.


sábado, 17 de julio de 2010

Embriagado por la belleza y la sensualidad.

Y llegamos al momento en que Gustav von Aschenbach, el artista y narrador, se embelesa al ver al joven Tadzio jugando en la playa:
Sus ojos abarcaron la noble figura que se erguía allá abajo, en las lindes del azul, y en un arrebato de entusiasmo creyó abrazar la belleza misma con esa mirada, la forma como pensamiento divino, la perfección pura y única que vive en el espíritu y de la cual, para ser adorada, se había erigido allí una copia, un símbolo lleno de gracia y ligereza. ¡Era la embriaguez! Y, sin advertirlo, o más bien con fruición, el senescente artista le dio la bienvenida. Su espíritu empezó a girar, su formación cultural entró en ebullición y su memoria fue rescatando ideas antiquísimas que había recibido en su juventud y hasta entonces nunca había reavivado con fuego propio. ¿No estaba escrito que el sol desvía nuestra atención de las cosas del intelecto para dirigirla hacia la de los sentidos? Pues, según decían, hechizaba y entorpecía entendimiento y memoria a un grado tal que el alma, impulsada por el placer, olvidaba totalmente su verdadero estado, y, presa de admirativo asombro, permanecía atada a los objetos más hermosos que el sol alumbra; sí, sólo con la ayuda de un cuerpo era capaz de acceder luego aun plano de contemplación más elevado.

(Thomas Mann: La muerte en Venecia, p. 57)

Se hace difícil clasificar el tipo de atracción que von Aschenbach siente por el joven. No faltaría, por supuesto, quien lo considerase un obvio caso de pedofilia. Y, sin embargo, en ningún lugar consta que von Aschenbach sintiera ningún tipo de excitación sexual, sino que el placer que experimenta es meramente estético. El artista admira al joven Tadzio no como objeto de deseo sexual, sino como obra de arte. Ni siquiera aspira a tocarlo, que equilvaldría a mancillar la obra de arte. Al contrario, se trata de la encarnación del ideal de belleza, ante lo cual no queda otro remedio que extasiarse en silencio mientras lo observamos de lejos. El artista de éxito acaba por retornar a las raíces de la cultura humanista misma en el Mediterráneo veneciano.

Ahí va otro claro ejemplo donde se observa, además, de una forma mucho más evidente que el narrador siente una atracción más bien estética, espiritual, casi platónica por el joven Tadzio:
Muchas veces, cuando el sol se ponía detrás de Venecia, se sentaba en un banco del parque a contemplar a Tadzio, que, vestido de blanco y con un cinturón de color, se entretenía jugando a la pelota en el terreno de grava aplanada; y creía estar viendo a Jacinto, el joven condenado a morir porque dos dioses lo amaban. Sí, hasta llegó a sentir los dolorosos celos de Céfiro por el rival que olvidaba el oráculo, el arco y la cítara para jugar siempre con el bello mancebo...

(Thomas Mann: La muerte en Venecia, p. 63)

Y, por si aú cabe alguna duda de que el amor que nos describe von Aschenbach no es para nada carnal, aquí tenemos esta otra cita:
Nada hay más extraño ni más delicado que la relación entre las personas que sólo se conocen de vista, que se encuentran y se observan cada día, a todas horas, y, no obstante, se ven obligadas, ya sea por convencionalismo social o por capricho propio, a fingir una indiferente extrañeza y a no intercambiar saludo ni palabra alguna. Entre ellas va surgiendo una curiosidad sobre-excitada e inquieta, la histeria resultante de una necesidad de conocimiento y comunicación insatisfecha y anormalmente reprimida, y, sobre todo, una especia de tenso respeto.

(Thomas Mann: La muerte en Venecia, p. 63)

Nada de ello quita, por supuesto, para que ciertos sectores tradicionalistas (los de siempre, claro) acusen a la obra de pornografía y pedofilia más o menos latente.

miércoles, 14 de julio de 2010

El mar como representación de lo inarticulado, inconmensurable, eterno... de la nada.

Interesante reflexión sobre la atracción del mar:
Amaba el mar por razones profundas: por la apetencia de reposo propia del artista sometido a un arduo trabajo, que ante la exigente pluralidad del mundo fenoménico anhela cobijarse en el seno de lo simple e inmenso, y también por una propensión ilícita —diametralmente opuesta a su tarea y, por eso mismo, seductora— hacia lo inarticulado, inconmensurable y eterno: hacia la nada. Reposar en la perfección es el anhelo de todo el que se esfuerza por alcanzar lo sublime; y ¿no es acaso la nada una forma de perfección?

(Thomas Mann: La muerte en Venecia, p. 39)

Nunca se me había ocurrido verlo desde esa perspectiva. Para mí, la atracción del mar no está en que pueda considerarse una encarnación de la nada sino que, más bien al contrario, lo veo como un inconmensurable sistema que se caracteriza por su falta de solidez física y por estar conformado por una miríada de elementos y componentes todos ellos de tamaño comparativamente ridículo y que, sin embargo, otorgan al todo una fuerza extraordinaria. El mar es la vida en constante movimiento. Tiene bien poco que ver, me parece, con la nada.

martes, 13 de julio de 2010

Fin de los cánones.

Nótese la siguiente descripción:
El aspecto de la dama era frío y comedido, y tanto el arreglo de sus cabellos, ligeramente empolvados, como la hechura de su vestido, denotaban esa sencillez que determina el gusto dondequiera que la piedad es parte integrante de la distinción. Hubiera podido ser la esposa de un alto funcionario alemán.

(Thomas Mann: La muerte en Venecia, p. 35)

¿Hemos superado acaso el cánon del buen vestir, que se decía antes? ¿Lo hemos dejado atrás irremisiblemente? De hecho, existía hasta hace bien poco, y no se diferenciaba demasiado de lo que aquí describe Mann. Sin embargo, algo ha cambiado definitivamente a partir de los ochenta, aunque las raíces de esta transformación se hunden más bien en la década de los sesenta con su marcado relativismo cultural. No hay más que mirar a nuestro alrededor para notar inmediatamente que ya no existen cánones. Podemos tender a vestir de una u otra forma para tal o cual ocasión incluso, pero nada sucede si alguien saca los pies del tiesto. Se ve incluso mal (como un ataque a la libertad personal, como una clara muestra de autoritarismo trasnochado) el protestar contra ello. En otras palabras, aceptamos las normas y cánones limitados a una determinada comunidad o subcultura a la que nosotros, como individuos, podamos elegir sumarnos libremente. Lo que ya no se acepta de ninguna de las maneras es la idea de que existe un cánon universal que debe imponerse una norma por encima de todo. De ahí el súbito interés por temas como la identidad, que lo deja todo en manos del individuo y su libre elección. Para bien o para mal, la señora que describe Mann se nos antoja un personaje de otro tiempo.

domingo, 11 de julio de 2010

Reflexiones sobre la naturaleza del arte y lo estético.

La muerte en Venecia contiene, sobre todo en sus primeros capítulos, más de una reflexión sobre la naturaleza del arte, la belleza y lo estético en general:
Para que una obra espiritual relevante pueda tener sin demora una incidencia amplia y profunda, ha de existir una secreta afinidad, cierta armonía incluso, entre el destino personal de su autor y el destino universal de su generación. Los hombres no saben por qué consagran una obra de arte. Pese a no ser, ni mucho menos, conocedores, creen descubrir en ella cientos de cualidades para justificar tanta aceptación; pero la verdadera razón de sus favores es un imponderable: es simpatía.

(Thomas Mann: La muerte en Venecia, p. 15)

Mann conecta aquí, como vemos, el arte con lo espiritual y lo universal. Una obra de arte no se convierte en relevante por mero accidente, sino porque responde a las necesidades profundas del espíritu de su generación, nada menos. Concepción romántica del arte que mucho después vendría a echar por tierra Andy Warhol con sus cuadros serigrafiados y su reivindicación de lo común, que es el ámbito donde nos movemos en esta postmodernidad algo chata y sin grandes ambiciones. Pocos piensan a estas alturas que el arte tenga mayor transcendencia. Todo se limita a ser un mero producto posicionado en el mercado y que los consumidores compran para entretenerse. Nada más. Vivimos tiempos del espíritu descreído y cínico, sin anhelos prometeicos, sin afán de superación. Sencillamente, ya no existen escalas de valores con las que medir el progreso, ni el nuestro propio ni el de la humanidad.

En fin, que Mann todavía cree en el artista como genio:
... también desde una perspectiva personal, el arte es vida potenciada. Procura un goce más intenso, pero consume más deprisa. Imprime en el rostro de sus servidores las huellas de aventuras espirituales e imaginarias y, a la larga, engendra en el artista, por más que éste viva exteriormente inmerso en una paz conventual, cierta hipersensibilidad refinada, un cansancio y una curiosidad nerviosa que una vida colmada de gozos y pasiones turbulentas apenas conseguiría despertar.

(Thomas Mann: La muerte en Venecia, p. 20)
Aunque el autor nos presente todo esto como contraposición al espíritu bohemio y desordenado que caracterizara a buena parte de la comunidad artística de finales del siglo XIX y principios del XX (e, igualmente, del periodo de entreguerras en que vive él mismo), lo cierto es que ambas ideas están relacionadas. El romántico con gustos estetizantes idealiza una vida entregada a los excesos, mientras que Mann no hace sino transferir esa misma idea de los excesos vividos en carne propia al mundo del espíritu creativo, pretendiendo que la entrega sin condiciones al mundo del arte acaba por proporcionarnos unas experiencias (y, por ende, unos conocimientos) similares. El suyo es un malditismo aburguesado, de andar por casa, meramente estético y cien por cien seguro.

La muerte en Venecia.

Uno de los clásicos de la literatura occidental, también llevado a la gran pantalla por Luchino Visconti en el que no pocos consideran asimismo un clásico del cine. Esta breve historia nos narra el drama interior de Gustav von Aschenbach, maduro escritor alemán que viaja a Venecia en busca de una inspiración perdida y conoce en el hotel a un bellísimo joven polaco, de nombre Tadzio, por quien siente una irresistible atracción difícil de describir en pocas palabras. Algunos, sin duda, pensarán que se trata de un claro caso de amor pedofílico, en tanto que otros lo verán más bien como mero esteticismo. De una u otra forma, se trata de los dos únicos personajes más o menos caracterizados en la obra, la cual, a su vez, tampoco tiene demasiada acción. Y, sin embargo, Mann logra mantener el interés del lector.

Ficha técnica:
Título: La muerte en Venecia.
Autor: Thomas Mann.
Editorial: Diario Público.
Edición: Madrid (España), 2010. Colección Premios Nobel.
Páginas: 94 páginas.

sábado, 10 de julio de 2010

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos".

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

(Pablo Neruda: Veinte poemas de amor y una canción desesperada, p. 88)



Marcando tu cuerpo con cruces de fuego.

He ido marcando con cruces de fuego
el atlas blanco de tu cuerpo.
Mi boca era una araña que cruzaba escondiéndose.
En ti, detrás de ti, temerosa, sedienta.

...

(Pablo Neruda: Veinte poemas de amor y una canción desesperada, p. 59)


Para mi corazón basta tu pecho, para tu libertad bastan mis alas.

Para mi corazón basta tu pecho,
para tu liberad bastan mis alas.
Desde mi boca llegará hasta el cielo
lo que estaba dormido sobre tu alma.

Es en ti la ilusión de cada día.
Llegas como el rocío a las corolas.
Socavas el horizonte con tu ausencia.
Eternamente en fuga como la ola.

He dicho que cantabas en el viento
como los pinos y como los mástiles.
Como ellos eres alta y taciturna.
Y entristeces de pronto, como un viaje.

Acogedora como un viejo camino.
Te pueblan ecos y voces nostálgicas.
Yo desperté y a veces emigran y huyen
pájaros que dormían en tu alma.

(Pablo Neruda: Veinte poemas de amor y una canción desesperada, p. 55)

Amor nocturno.

Imágenes de amor nocturno:
Los pájaros nocturnos picotean las primeras estrellas
que centellean como mi alma cuando te amo.

Galopa la noche en su yegua sombría
desparramando espigas azules sobre el campo.

(Pablo Neruda: Veinte poemas de amor y una canción desesperada, p. 35)


Bella imagen de las nubes.

Bella imagen de las nubes la que aquí describe Neruda:
Como pañuelos blancos de adiós viajan las nubes,
el viento las sacude con sus viajeras manos.

(Pablo Neruda: Veinte poemas de amor y una canción desesperada, p. 23)


En ti la tierra canta.

La naturaleza entera canta en la image de la mujer amada:
Ah vastedad de pinos, rumor de olas quebrándose,
lento juego de luces, campana solitaria,
crepúsculo cayendo en tus ojos, muñeca,
caracola terrestre, en ti la tierra canta!

En ti los ríos cantan y mi alma en ellos huye
como tú lo desees y hacia donde tú quieras.
Márcame mi camino en tu arco de esperanza
y soltaré en delirio mi bandada de flechas.

(Pablo Neruda: Veinte poemas de amor y una canción desesperada, p. 19)

Sensualidad sin cortapisas.

El libro comienza con una sensualidad sin cortapisas:
Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,
te pareces al mundo en tu actitud de entrega.
Mi cuerpo de labriego salvaje to sacava
y hace saltar el hijo del fondo de la tierra.

(...)

Pero cae la hora de la venganza, y te amo.
Cuerpo de piel, de musgo, de leche ávida y firme.
Ah los vasos del pecho! Ah los ojos de ausencia!
Ah las rosas del pubis! Ah tu voz lenta y triste!

(Pablo Neruda: Veinte poemas de amor y una canción desesperada, p. 11)

Comenzamos con fuerza.

Veinte poemas de amor y una canción desesperada.

Quizá el libro más popular del poeta chileno, aunque fuera escrito en su juventud, cuando apenas se acercaba a los veinte años. Neruda canta al desamor, echando de menos a la mujer a quien no valoró lo suficiente mientras la tenía a su lado. Según se cuenta, el objeto de los poemas (es decir, la mujer amada) no es en realidad única, sino que Neruda combinó rasgos de distintas mujeres que amó durante sus años de juventud para construir con ellos la imagen de una amada irreal, un símbolo de canto poético.

El libro recopila un total de veinte poemas de temática amorosa y otro final, la canción desesperada, sin que ninguno de ellos lleve título alguno.


Ficha técnica:

Título: Veinte poemas de amor y una canción desesperada.
Autor: Pablo Neruda.
Editorial: Diario Público.
Edición: Madrid (España), 2010. Colección Premios Nobel.
Páginas: 93 páginas.

sábado, 3 de julio de 2010

Pyongyang.

Tras una estancia en la capital de Corea del Norte, el quebequés Guy Delisle narra sus experiencias en el que muchos consideran el último régimen estalinista del planeta. Desde una perspectiva occidental, es difícil de entender una propaganda oficial que sin duda desafía la lógica, así como el feroz sometimiento del individuo a la colectividad (y, por encima de todo, al Partido y su líder). Corea del Norte cuenta con la única dinastía comunista en la Historia, además de un tener un tiránico régimen dictatorial que alcanza todos los recovecos del país al más puro estilo orwelliano. La experiencias más o menos cotidianas de Delisle (digo lo de "más o menos" porque, evidentemente, el régimen se cuida muy mucho de que los extranjeros que viven en el país estén separados del resto de la población y jamás lleguen a contar con la autonomía necesaria para viajar libremente) nos dejan entrever el horror totalitario de un sistema claramente surrealista.

Ficha técnica:
Título: Pyongyang.
Autor: Guy Delisle.
Editorial: Astiberri.
Edición: quinta edición, Bilbao (España), marzo 2009.
Páginas: 176 páginas.
ISBN: 978-84-96815-05-6

viernes, 2 de julio de 2010

Retazos de cierto realismo mágico.

A pesar de toda la negritud que contienen muchos de estos relatos que se recopilan en la obra, también nos encontramos con ciertos retazos de realismo mágico que casan muy bien con la mentalidad de la narradora, una niña:
Trepo a un árbol que se yergue en la linde del prado, pero que podría estar perfectamente en el centro del pueblo, si es que no lo está. Me agarro firmemente a una de sus ramas con ambas manos y miro la iglesia del pueblo vecino, en cuya escalinata exterior una mariquita se limpia el ala derecha sobre el tercer peldaño.

(Herta Müller: En tierras bajas, p. 104).

Son momentos como éste los que le haven sonreír a uno y hacen sin duda meas llevadero el resto del libro, tan cruel, tan negro, tan deprimente en su tono y contenido. Pese a todo, se trata de una buena obra. Eso sí, una obra que refleja bien a las claras un mundo sin esperanza, frío y desolado como se imagina uno la Rumania de Ceausescu.