domingo, 6 de diciembre de 2009

Discusiones escolásticas y personalismos varios.

Si algo llama la atención sobre este volumen para alguien que lo lee un poco "desde fuera" (esto es, para alguien que no se siente identificado con la propuesta comunista) es la excesiva carga de personalismo y discusiones escolásticas que tenían lugar entre los miembros de la Internacional Comunista por aquellas fechas. Visto lo visto, tiene poco de extraño, desde luego, que se les echara el toro encima y no reaccionaran a tiempo frente al fascismo y el nazismo. Si Marx criticara los excesos irracionales del anarquismo y la escasa enjundia teórica del socialismo utópico, seguramente cabe también criticar las bizantinas discusiones sobre el sexo de los ángeles en que a menudo cayeron sus seguidores durante las décadas que siguieron a su muerte. En este sentido, La revolución permanente es una buena ilustración de este comportamiento hiper-teorizante y demasiado volcado sobre sí mismo que pareció apoderarse del movimiento comunista al poco de llegar al poder en Rusia (al menos en lo que respecta a Trotsky y los suyos, porque parece claro que si de algo pecaron sus oponentes, quienes apoyaon a Stalin y su despótico régimen del terror, fue precisamente de lo contrario: un chato pragmatismo que exigía sacrificarlo todo en el altar del socialismo en un solo país o, lo que es lo mismo, supeditar las estrategias en todos sitios a los intereses del nacionalismo ruso).

Pero, en fin, entremos en materia. Quizá haya quien piense que mis palabras son demasiado duras, sobre todo teniendo en cuenta que durante mucho tiempo se ha pensado en ciertos sectores de la izquierda que la teoría de la revolución permanente y el trabajo de Trotsky en general podían representar la corriente más "auténtica" del comunismo ruso. No vamos a discutir aquí si Trotsky cometiera o no sus excesos durante la guerra civil contra los rusos blancos (que sin duda los cometió), ni tampoco si en el caso de haberse hecho con el poder podría haber instaurado una dictadura tan cruenta como la de Stalin (lo que me parece bastante probable), sino que limitaremos nuestro comentario al texto en cuestión. Pues bien, el libro está repleto de citas como la siguiente:
Dejaré fijado aquí que Lenin, como he visto confirmado con particular evidencia ahora al leer sus viejos artículos, no llegó nunca a conocer el trabajo fundamental a que he aludido más arriba. Esto se explica, por lo visto, no sólo por la circunstancia de que la tirada del libro Nuestra revolución, publicado en 1906, fuera confiscada casi inmediatamente cuando ya todos nosotros nos hallábamos en la emigración, sino acaso también por el hecho de que los dos tercios del citado libro estaban formados por antiguos artículos y de que muchos compañeros —como pude comprobar después— no lo leyeron por considerarlo una compilación de trabajos ya publicados. En todo caso, las observaciones polémicas dispersas, muy poco numerosas, de Lenin contra la revolución pemanente se basan casi exclusivamente en el prefacio de Parvus a mi folleto Hasta el 9 de enero, en su proclama, que yo entonces desconocía, Sin zar, y en los debates internos de Lenin con Bujarin y otros. Nunca ni en parte alguna analiza ni cita Lenin, ni de paso, mis Resultados y perspectivas, y algunas de las objeciones de Lenin contra la revolución permanente, que evidentemente no pueden referirse mí, atestiguan directamente que no leyó dicho trabajo.

(León Trotsky: p. 88)

Y, se pregunta uno: ¿a quién diantres le importa si Lenin leyó tal o cual libro, tal o cual articulito de marras? Tenemos aquí un ejemplo perfecto de escolasticismo y hermenéutica cuasi-religiosa sobre los textos sagrados del profeta. Lo importante, al parecer, es saber qué opinaba Lenin sobre tal o cual teoría, tal o cual posicionamiento estratégico o incluso táctico, porque se se oponía frontalmente a él, entonces no queda más remedio que tirarlo a la papelera. Tiene poco de extraño, pues, que los comunistas rusos desarrollaran después el tan denostado culto a la personalidad que vino a caracterizar los años del estalinismo. No se trata, parece bien claro, de un fenómeno limitado a Stalin y su séquito, sino que, por el contrario, es un defecto que estaba presente ya en el leninismo inicial, y que afecta a Trotsky tanto como a los demás. Uno puede entrar a discutir si el personalismo estaba ya presente en la doctrina marxista como tal o, por el contrario, se trata de un añadido leninista, pero de lo que no cabe duda alguna es de que podemos verlo en páginas y páginas de este libro. De hecho, casi todo el volumen es un intento de Trotsky de justificar sus teorías contra las de Stalin recurriendo al supuesto favor del "profeta" Lenin. Como decíamos, uno no acierta a ver la diferencia entre este tipo de argumentación y la que se emplearía en una disputa teológica cualquiera: gana quien demuestre ser más fiel a la interpretación literal de los textos sagrados.

Este carácter semi-sagrado que se concede a la figura de Lenin queda aún más patente en otras partes del libro, como en la siguiente cita:
Naturalmente, desde el punto de vista formal, Radek puede apelar de vez en cuando a Lenin. Y es lo que hace: esta parte de los textos, todo el mundo la "tiene a mano". Pero, como demostraré más adelante, las afirmaciones de este género hechas por Lenin respecto a mí tenían un carácter puramente episódico y eran erróneas, esto es, no caracterizaban en modo alguno mi verdadera posición, ni aun la de 1905.

(León Trotsky: p. 107)

Nótese que Trotsky no argumenta (de hecho no lo hace ni una sola vez en este libro) que Lenin pudiera estar equivocado. Se limita a afirmar, una y otra vez, que sus enemigos no entendieron al "maestro" correctamente o incluso han tergiversado sus palabras, pero jamás se plantea siquiera la posibilidad de que Lenin pudiera estar equivocado.

En fin, no vamos a continuar por esta línea porque, como digo, el libro entero está trufado de ejemplos de esta actitud escolástica y dogmática. Si acaso, acabemos esta entrada con una cita más en la que queda bien claro no sólo esta actitud, sino también el aire general de disputa meramente personal que llega a adoptar este libro en numerosos pasajes:
Las mismas cuestiones, pero acaso con una fórmula aún más acentuada, se refieren a la revolución de 1917. Desde Nueva York juzgué en una serie de artículos la Revolución de Febrero con el punto de vista de la teoría de la revolución permanente. Todos estos artículos han sido reproducidos. Mis conclusiones tácticas coincidían por completo con las que Lenin deducía simultáneamente desde Ginebra, y, por lo tanto, se hallaban en la misma contradicción irreconciliable con las conclusiones de Kámenev, Stalin y otros epígonos.

Cuando llegué a Petrogrado, nadie me preguntó si renunciaba a los "errores" de la revolución permanente. Y no había por qué. Stalin se escondía púdicamente por los rincones, no deseando más que una cosa: que el partido olvidara lo más pronto posible la política sostenida por él antes de la llegada de Lenin. Yaroslavski no era aún el inspirador de la Comisión de Control, sino que estaba publicando en Kakutsk, en unión de los mencheviques, de Ordzhonikidze y otros, un vulgarísimo periódico semiliberal. Kámenev acusaba a Lenin de "trostkismo", y al encontrarse conmigo, me dijo: "Ahora si [sic] que está usted de enhorabuena".

(León Trotski: pp. 167-168)

Y en esa línea de dimes y diretes transcurre buena parte del libro. Cierto, hay otros pasajes que pueden dar lugar a fructíferas reflexiones y trataremos aquí sobre algunos de ellos. Pero, en líneas generales, me parece que este tomo es una pérdida de tiempo, a no ser que uno se acerque a él con algún interés histórico particular.

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