Lo mismo cabe decir, me parece, de los verdugos de la represión franquista. La amplia mayoría de españoles tiene bien asumido que el franquismo fue una dictadura de corte claramente fascista durante su primer fase, para después pasar a convertirse en un régimen autoritario conservador y tradicionalista con un evidente apoyo de la Iglesia. Dudo mucho que haya más de un 15% ó 20% de españoles que no estén dispuestos a aceptarlo. Sin embargo, no nos queda más remedio que reconocer desde la izquierda, que ni todos los que combatieron del lado de Franco durante la Guerra Civil fueron fascistas confesos ni todo el que combatió por defender a la República fue un "luchador por la democracia y la libertad", como algunos se empeñan en afirmar. Una vez más, tengo bien claro por qué bando hubiera me hubiera decantado yo personalmente si me hubiera tocado vivir aquellos fatídicos años. No obstante, ello no quita para que deje de reconocer que en muchos casos fue la mera casualidad la que decantó a los individuos para que tomaran las armas en favor de uno u otro bando. Además, no hay forma de negar los excesos que se cometieron en el lado republicano, ni tampoco la inspiración totalitaria de alimentaban muchos, sobre todo quienes se identificaban con el PCE. Las cosas son como son. Es verdad, si las potencias democráticas hubieran salido en defensa de la República desde el inicio del conflicto, es bien probable que la democracia liberal representativa hubiers vencido en el campo de batalla, pero eso nunca sucedió debido al temor a iniciar una nueva y cruenta guerra en suelo europeo. Sea como fuere, es innegable que a partir de 1937 es la Unión Soviética de Stalin y sus agentes del Comintern quienes toman la iniciativa en el bando republicano. Las cosas son como son, y no como nos gustara que hubieran sido. ¿Que quienes perdieron la guerra también tienen derecho a enterrar a sus muertos? Sin lugar a dudas. ¿Que no podemos permitir que se honre únicamente a uno de los bandos que se enfrentaron en aquella guerra fratricida? De acuerdo. Pero no saquemos los pies del tiesto. No pasemos de ahí a reivindicar el derecho a la revancha.
Pero hay un elemento más de aquella transición que sigue teniendo tanta actualidad treinta años después como la tuvo en aquellos momentos. Se trata del proceso de descentralización administrativa y la construcción del llamado Estado de las Autonomías. Como recuerda Chamorro, las manifestaciones en favor de la democracia que se sucedieron en aquella época reivindicavan tres cosas, fundamentalmente:
Los momentos de la transición en que con mayor encono se enfrentaron los partidarios de la reforma con los de la ruptura se habían visto jalonados por los gritos en la calle de "Libertad, amnistía y estatuto de autonomía". Lo de libertad y amnistía estuvo siempre muy claro para los gobernantes y para los gobernados, para los políticos y para el electorado. Pero no así lo del estatuto de autonomía.
(Chamorro: p. 42)
Pues bien, de las tres reivindicaciones —libertad, amnistía y estatuto de autonomía—, la última es la que no se llevó finalmente a cabo hasta mediados los años ochenta y, en cierto modo, podemos aún considerar abierta. Para empezar, nadie tenía en mente durante la transición proceder a la descentralización administrativa en todo el Estado. Lo que se esperaba más bien era que solamente ciertas regiones y nacionalidades —fundamentalmente las mismas que ya lograron un cierto grado de autonomía durante las Segunda República o que estaban en proceso de conseguirla en aquél entonces, es decir, Cataluña, Euskadi, Galicia y Andalucía— gozaran de una cierta transferencia de poderes bastante limitada. Ya sabemos que, después, por razones de estrategia política y de lo que entonces pasó a denominarse agravio comparativo, la cosa se fue un poco de las manos y acabamos con diecisiete autonomías. Pero es que, en segundo lugar, nadie esperaba que el nivel de descentralización llegara a tal punto que se difuminaran las diferencias entre nuestro Estado de las Autonomías y un Estado federal. Como decía, si acaso se esperaba concederles a los gobiernos autonómicos unas competencias muy claramente delimitadas, algo parecido a lo que se hiciera durante la República. Por consiguiente, resulta que, al menos en este aspecto, la Constitución de 1978 sobrepasa con creces lo que estableciera la de 1931, por más que tanto izquierdista de pacotilla —que seguramente no se haya leído jamás el documento constitucional de la Segunda República— asuma lo contrario. Por si todo esto fuera poco, resulta también que la Constitución de 1978 deja el proyecto autonómico completamente abierto: ni contiene un listado completo de cuáles puedan ser las distintas autonomías, ni tampoco estipula claramente el reparto de competencias. Esto, que para algunos es un defecto que no hace sino generar confusión, para mí es de hecho un aspecto positivo, pues proporciona a nuestra Carta Magna una flexibilidad que no tendría de otra forma. De hecho, me parece que el mayor acierto de quienes se encargaron de la redacción del documento constitucional de 1978 fue precisamente el saber combinar la definición de unos principios fundamentales de nuestro ordenamiento jurídico claramente establecidos con un amplio margen de maniobra para su flexibilidad que permite las fleibilidad suficiente en su interpretación como para permitir el pluralismo político. A otros, esto les parecerá el máximo ejemplo de inseguridad y confusión en los principios, pero a mí, por el contrario, me parece muestra de una enorme sabiduría.
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