sábado, 9 de octubre de 2010

La deriva autoritaria comenzó antes de Stalin.

Para la amplia mayoría de quienes todavía se sienten identificados con el comunismo, el fracaso del socialismo real se debe más al desviacionismo estalinista que a cualquier error que pueda achacarse al marxismo-leninismo como tal. Sin embargo, si algo queda claro leyendo los primeros capítulos del libro de Carr es que la deriva autoritaria comenzó ya en vida de Lenin, por mucho que luego se consolidara durante los años de Stalin. Por ejemplo, se nos explica lo siguiente sobre el X Congreso del Partido Comunista:
El congreso adoptó una resolución especial bajo el título "Sobre la desviación sindicalista y anarquista en nuestro partido", en la que se declaraba que la difusión del programa de la Oposición Obrera [una facción interna liderada por Alexander Shliapnikov y Alexandra Kollontai] era incompatible con la pertenencia al partido, así como una resolución general "Sobre la unidad del partido". Esta pedía "la completa abolición de todo fraccionalismo"; las cuestiones en disputa podían ser discutidas por todos los miembros del partido, pero quedaba prohibida la formación de grupos con "plataformas" propias. Una vez tomada una decisión, era obligatoria su obediencia incondicional. La infracción de esta regla podía conducir a la expulsión del partido. (...) Como decía Lenin, "en una retirada la disciplina es cien veces más necesaria". Pero la concesión a la organización central del partido de lo que en la práctica era el monopolio del poder tendría consecuencias de largo alcance. En el apogeo de la guerra civil Lenin había aplaudido la "dictadura del partido", y sostenido que "la dictadura de la clase obrera se lleva a la práctica a través del partido". El corolario que extrajo el X Congreso fue la concentración de la autoridad en los órganos centrales del partido. El congreso concedió a los sindicatos cierta autonomía frente a los órganos del Estado obrero. Pero el papel que debían representar venía determinado por el monopolio de poder conferido a la organización del partido.

(E. H. Carr: La Revolución Rusa. De Lenin a Stalin. 1917-1929, p. 51).

Se trata del conocido centralismo democrático que durante tantos años caracterizó la férrea disciplina de los partidos comunistas de todo el planeta. En principio, la idea no parece tan descabellada ni autoritaria (consiste, después de todo, en permitir el debate abierto y sin cortapisas a nivel interno para, una vez adoptada una decisión, exigir la obediencia absoluta a las medidas emanadas de la organización) pero, como suele suceder en tantos otros casos, el problema está en los detalles. Cuando se construyen las bases de una organización severamente disciplinada y jerarquizada según unos principios cuasi-militaristas, la defensa formal del derecho al disenso durante el proceso de debate interno no pasa de ser precisamente eso, algo meramente formal. Las bases aprenden pronto que el precio a pagar por mostrar su desacuerdo con las decisiones de la dirección es demasiado costoso y prefieren callar ante cualquier atropello. O, lo que es lo mismo, Lenin sentó ya las bases sobre las que posteriormente se cimentaría el poder omnímodo de Stalin. Y no se trata sólo de consideraciones organizativas, sino también de actitudes. El leninismo pronto adoptó (en vida del propio Lenin) una actitud mística y religiosa hacia el marxismo, construyendo en torno a él toda una escolástica que fomentaba actitudes dogmáticas y discusiones doctrinarias en las que se descalificaba constantemente al oponente como hereje. La deriva autoritaria que después tomaría el régimen soviético no debe, pues, sorprendernos. No fueron pocos los afiliados y simpatizantes del socialismo democrático que lo vieron venir incluso en aquel entonces, negándose a formar parte de la Tercera Internacional organizada desde Moscú.

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