domingo, 26 de julio de 2009

Fedora y la ciudad ideal.

Maravillosa metáfora de la ciudad ideal y la utopía:
En el centro de Fedora, metrópoli de piedra gris, hay un palacio de metal con una esfera de vidrio en cada aposento. Mirando el interior de cada esfera se ve una ciudad azul que es el modelo de otra Fedora. Son las formas que la ciudad hubiera podido adoptar si, por una u otra razón, no hubiese llegado a ser como hoy la vemos. Hubo en todas las épocas alguien que, mirando a Fedora tal y como era, imaginó el modo de convertirla en la ciudad ideal, pero mientras construía su modelo en miniatura Fedora ya no era la misma de antes y lo que hasta ayer había sido su posible futuro ahora sólo era un juguete en una esfera de vidrio.

(Ítalo Calvino: p. 45)
Aviso para navegantes del que hubieran de tomar buena nota todos aquellos que aún se empeñan en construir sus utopías en la tierra, sean del color ideológico que sean. Las ciudades (y, del mismo modo, los países, las sociedades en general) jamás se quedan paradas, sino que continúan evolucionando constantemente. Las utopías, por el contrario, son perfectas solamente en su inmovilidad e intemporalidad. Es decir, que son perfectas precisamente porque no son reales, porque no se han llevado nunca a la práctica. Como de sobra aprendimos en el siglo XX, cuando alguien finalmente se atreve a aplicarlas, se convierten rápidamente en pesadilla.

Despina: la ciudad ambivalente.

La descripción que hace Cavino de Despina me parece intrigante por su ambivalencia:
De dos maneras se llega a Despina: en barco o en camello. La ciudad es diferente para el que viene por tierra y para el que viene del mar.

(Ítalo Calvino: p. 32)

¿Pero en qué sentido son dos ciudades distintas? Quien se acerca a ella en camello ve, desde el desierto, todos los rasgos que caracterizan al mar: antenas de radar, chimeneas, embarcaciones... Por su parte, quien se aproxima a ella desde el mar, ve elementos que se asocian al desierto: la giba de un camello, una larga caravana... En fin, que cada uno ve quizá lo que ansía ver tras un largo viaje por el desierto o el mar: precisamente lo contrario de lo que ha vivido en las últimas semanas o meses. Nunca nos queda claro del todo si se trata de mera imaginación o de una realidad fantástica, de una experiencia objetiva o subjetiva, pero no cabe duda alguna de que refleja el inconformismo del espíritu humano. Tal y como concluye Calvino el capítulo:

Cada ciudad recibe su forma del desierto al que se opone; y así ven el camellero y el marinero a Despina, ciudad fronteriza entre dos desiertos.

(Ítalo Calvino: p. 33)

Me encanta la descripción del mar como otro desierto. Así se presentará, seguramente, al marinero condenado a pasar semanas y hasta meses a bordo de una frágil embarcación, por más que a nosotros, que vivimos en tierra, se nos represente siempre como sinónimo de libertad y, sobre todo, de nomadismo, de viaje, de lo extranjero y exótico.

Megalópolis y ciudades humanistas.

Esta edición de Las ciudades invisibles incluye, como nota preliminar, la transcripción de una conferencia que Calvino dictara en la Universidad de Columbia (Nueva York) en 1983, donde el autor nos explica porqué no quiso escribir un libro apocalíptico de los muchos que ya existen:
La crisis de la ciudad demasiado grande es la otra cara de la crisis de la naturaleza. La imagen de la "megalópolis", la ciudad continua, uniforme, que va cubriendo el mundo, domina también mi libro. Pero libros que profetizan catástrofes y apocalipsis hay muchos; escribir otro sería pleonástico, y sobre todo, no se aviene a mi temperamento. Lo que le importa a mi Marco Polo es descubrir las razones secretas que han llevado a los hombres a vivir en las ciudades, razones que puedan valer más allá de todas las crisis. Las ciudades son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son sólo de mercancías, son también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos. Mi libro se abre y se cierra con las imágenes de ciudades felices que cobran forma y se desvancene continuamente, escondidas en las ciudades infelices.

(Ítalo Calvino: p. 15)
Se trata de una visión humanista de la ciudad, sin duda. Calvino imagina ciudades de todo tipo, pero serán siempre ciudades donde vivan seres humanos, ciudades construidas para el desempeño de las funciones que nos hacen humanos. De ahí el énfasis en el intercambio no sólo económico, sino también de ideas, sueños y deseos.

jueves, 23 de julio de 2009

Madrid, ciudad de los excesos.

El poema Madrugada en Madrid. Agosto, 1990, ilustra bien una ciudad donde caben todos los excesos:
Gran Vía noche arriba, florece la heroína en traje negro.
En las miradas sientes agujas sucias, pensiones de miseria,
ojos buscando no sabrías si tumba u otro cuerpo.
Tanta delgadez lunar florece en la Gran Vía,
tanto temblor de manos, tanta ruina de infección y
hambruna,
manchas cutáneas, acaso, sidosos fantasmas que murieron,
temor a casi todo, mientras la leche cael del tetrabric
abierto,
como ese último sueño de aferrarse a una norma...
Escuchas pillar algo. Hay un dolor tan denso subiendo
la Gran Vía, la enfermedad vagando, aliada del sexo,
y aquel muchacho en pantalones cortos, sucios, la chica
revestida
de huesos esqueléticos, dirías silicóticos peones gaseados.
La Gran Vía nocturna es un hondo pasillo de antracita,
y hay cuartos por detrás de agonizantes solos, sollozos y
rateros.
Bajo las casas nobles de principio de siglo —polvorientas—
africanos y yonquis, navajas, viejas putas,
jovencitos oscuros, jeringuillas, travestís y camellos
cantan la gloria opaca, la cochambre sin letra de este fin de
milenio macilento.

(Luis Antonio de Villena: pp. 139-140)

Las ciudades invisibles.

Serie de relatos de viaje que, supuestamente, Marco Polo hace a Kublai Kan, emperador de los tártaros. El emperador, melancólico y hastiado de un mundo que considera sin remedio, se embelesa con las historias del viajero imaginario sobre ciudadaes imposibles: una ciudad microscópica que va ensanchándose hasta terminar formada por muchas ciudades concéntricas en expansión, una ciudad telaraña suspendida sobre un abismo... Algunos ven este libro como un auténtico poema de amor dedicado a las ciudades.

Ficha técnica:
Título: Las ciudades invisibles.
Autor: Ítalo Calvino.
Editorial: Siruela.
Edición: décimo-octava edición, Madrid, enero 2009.
Páginas: 171 páginas.
ISBN: 978-84-7844-415-1

Et omnia vanitas.

En un volumen tan centrado en el deseo y lo carnal, sorprende encontrar un poema tan bucólico como éste. Eso sí, sigue conectando directamente con la tradición pagana clásica:
Como quien todo ha perdido
y voluntario se desprende de lo que aún le quedaba...

Una casa apartada y pequeña,
con los solos ruidos del aire o de la vida,
cerca de la montaña... Y álamos y olmos
junto a un río pedregoso, que levísimo escapa.
Rústico casi todo, y rústica la mesa
sobre la que tantos tomos convierten el conocimiento
en la única aventura deseada...
(Schopenhauer, Teócrito, Medrano, memorialistas
de los siglos áureos...)
Un corral con gallinas: Y andar con sayal franciscano
y una vieja peluca Luis XVI,
para los días muy fríos o con el alma extraña...
¿Es este aquel de abrigos y bufandas sorprendentes?
¿El escandaloso, buscador de extravagancia?
Como de tantas cosas, qué poco ha quedado...
Desengaño, cierzo, desinterés, acedía,
un gran apetito de ausencia y de fracaso.
Aquí, retirado de todo,
sin el consuelo del bucolismo arcádico,
en un campo benigno y triste,
sedante, polvoriento, silvestre, manso...
Enfrascado en los libros, desdeñoso del mundo,
rotos los hilos de las vandidades,
ajeno, solitario, altivo, arisco,
estrafalario amigo que ya no aguardas nada.

(Luis Antonio de Villena: pp. 121-122)

¿Un extraño momento de duda y desengaño? ¿Hastío del mundo sensual? ¿Retiro espiritual? Suena un poco extraño, comparado con el tono general del libro, la verdad.

El amor es deseo de hermosura.

Amor consumido por la concupiscencia:
¿Merecerá la pena tanta búsqueda inútil?
Rebuscar claridades entre piernas y pelo
cual quien codicia gema entre ríos de fango.
Sentir desastre tanto mientras la boca besa,
adorar y reptar sinuoso por cinturas que arden,
helarse en fuego rubio, flamear en desierto tartáreo,
probar que es eso, pero poner la mano en gélido basalto,
y linguar maravilla mientras se hunden las naves...
¡Han sido tantos los cuerpos, el esplendor, la procela,
el volcán, la esmeralda, tanta consunción para buscar
la luz, que, estragado, el corazón no tiene ya más llama!
Pero hay que llegar a una alta frontera, subir aún más,
gastar la vida en ese ígneo ideal, donde dos ojos negros
entrelazan un alma. Y estarse allí, hasta que no haya nada.
Pugnando siempre por asir lo imposible. Querubínico afán
que te asola y exalta, dejando apenas un rocío en los
labios...
¿Mereció el vivir? Así que cuando morimos, descansamos.

(Luis Antonio de Villena: p. 108)

martes, 14 de julio de 2009

A common blueprint shared by all networks.

So, sure there cannot be any commonality between all the different networks we come across of in real life, right?
Detailed maps of the Internet have unmasked the Internet's vulnerability to hackers. Maps of companies connected by trade or ownership have traced the trail of power and money in Silicon Valley. Maps of interactions between species in ecosystems have offered glimpses of humanity's destructive impact on the environment. Maps of genes working together in a cell have provided insights into how cancer works. But the real surprise has come from placing these maps side by side. Just as diverse humans share skeletons that are almost indistinguishible, we have learned that these diverse maps follow a common blueprint. A string of recent breath-taking discoveries has forced us to acknowledge that amazingly simple and far-reaching natural laws govern the structure and evolution of all the complex networks that surround us.

(Albert-Lászlo Barabási: pp. 5-6)

What if there is a common rationale to all networks? What if pursuing the theory of everything is not as far-fetched as many would think? Perhaps network theory would allows us to unify all human knowledge, that holy grail of philosophers and scientists alike.

The power of networks applied to early Christianity.

To believers, the question as to why Christianity went from tiny sect to the largest religion on Earth has, of course, an easy answer: it's God's only and true religion. Science, on the other hand, even if it's social science, has to go further. Can we, then, explain Christianity's success without resorting to God? As it seems, network theory may help us here:
The early Christians were nothing more than a renegade Jewish sect. Regarded as eccentric and problematic, they were persecuted by both Jewish and Roman authorities. There is no historical evidence that their spiritual leader, Jesus of Nazareth, ever intended to have an impact beyond Judaism. His ideas were difficult and controversial enough for Jews, and reaching the gentiles seemed particularly hopeless. As a starter, those non-Jews who wanted to follow in his footsteps had to undergo circumcision, had to obey the laws of contemporary Judaism, and were excluded from the Temple —the spiritual center of early Jewish Christianity. Very few walked the path. Indeed, reaching them with the message was almost impossible. In a fragmented and earthbound society news and ideas traveled by foot, and the distances were long. Christianity, like many other religious movements in human history, seemed doomed to oblivion. Despite the odds, close to two billion people call themselves Christian today. How did that happen? How did the unorthodox beliefs of a small and disdained Jewish sect come to form the basis of the Western world's dominant religion?

Many credit the triumph of Christianity to the message offered by the historical figure we know today as Jesus of Nazareth. Today, marketing experts would describe his message as "sticky" —it resonated and was passed down by generations while other religious movements fizzled and died. But credit for the success of Christianity in fact goes to an orthodox and pious Jew who never met Jesus. While his Hebrew name was Saul, he is better knwon to us by his Roman name, Paul. Paul's life mission was to curb Christianity. He traveled from community to community persecuting Christians because they put Jesus, condemned by the authorities as a blasphemer, on the same level as God. He used scourging, ban, and excommunication to uphold the traditions and to force the deviants to adhere to Jewish law. Nevertheless, according to historical accounts, this fierce persecutor of Christians underwent a sudden conversion in the year 34 and became the fiercest supporter of the new faith, making it possible for a small Jewish sect to become the dominant religion in the Western world for the next 2,000 years.

How did Paul's efforts succeed? He understood that for Christianity to spread beyond Judaism, the high barriers to becoming a Christian had to be abolished. Circumcision and the strict food laws had to be relaxed. He took his message to the original disciples of Jesus in Jerusalem and received the mandate to continue evangelization without demanding circumcision.

But Paul understood that this was not enough: The message had to spread. So he used his firsthand knowledge of the social network of the first century's civilized world from Rome to Jerusalem to reach and convert as many people as he could. He walked nearly 10,000 miles in the next twelve years of his life. He did not wander randomly, however; he reached out to the biggest communities of his era, to the people and places in which the faith could germinate and spread most effectively. He was the first and by far the most effective salesperson of Christianity, using theology and social networks equally effectively. So should he, or Jesus, or the message be credited for Christianity's success? Could it happen again?

(Albert-Lászlo Barabási: pp. 3-4)

Sure, it goes against accepted knowledge. For thousands of years, we've accepted the idea that powerful ideas are spread by powerful, charismatic leaders who convince the masses. Even in today's liberal democracies, we feel attracted to that idea and continue repeating the mantra that social change can only be brought about by a majority of people, true, but only after a charismatic leader convinced them to make that choice. Yes, we know that democracy has proven time and over again stronger than any dictatorship, and yet we have not internalized that historical teaching. Very deep inside, we still believe that a strong leader and a monolithic organization will always be stronger, more solid. Here is network theory, though, to dispel that old myth. Take, for instance, a recent study done by Hai-Tao Zhang, a physicist at the University of Cambrige, about how a small band of like-minded birds can change the behavior of an entire flock. The conclusions are counter-intuitive, yet clear and undeniable. This is a scientific discipline still in its infancy, but that could clearly shake the whole edifice of knowledge upon which we have built our institutions for many years.