sábado, 12 de julio de 2008

Nada de humor escatológico.

Cuando comencé la lectura del libro (de hecho, incluso antes de comprármelo) tenía cierto temor a que el autor cayera en el fácil humor escatológico, algo que verdaderamente detesto. Habiendo leído en algún sitio que el protagonista padece de flatulencia y notando el nombre elegido por el autor para dicho personaje (Pomponio Flato), me temía lo peor. He de reconocer, sin embargo, que Mendoza me ha sorprendido muy gratamente, pues hasta los problemas gastrointestinales de Pomponio son tratados con la mayor elegancia y, sobre todo, un fino sentido del humor que pervade la novela entera. He aquí algunos ejemplos:
De camino le pregunto [a Jesús] cómo ha sabido de mi existencia y responde que Nazaret es una ciudad pequeña, donde las noticias y los rumores se difunden a gran velocidad, y que desde la víspera se habla de un romano que ha enfermado buscando unas aguas milagrosas y ahora va por las calles tiŕandose pedos.

(Mendoza: p. 30)

Estando dentro del sepulcro del rico Epulón y mientras observa un rito sacrificial, Pomponio comenta:
Entonces advierto que la víctima no es, como yo había supuesto, un corderito u otro animal doméstico, sino el niño Jesús en carne y hueso.

Si todavía estás ahí, Fabio, te harás cargo de mi sorpresa y mi desconcierto. Y también te harás cargo de que en semejante situación lo único que podía hacer era salir huyendo con presteza. Pero cuando me disponía a retroceder para alejarme de la boca del sepulcro, sea por causa de los nervios, sea por un capricho de la veleidosa Fortuna, la molesta enfermedad que ha dado origen a este relato y cuyos síntomas se manifiestan de tanto en tanto, sin advertencia previas y con enfado del oído y el olfato, reapareció de un modo inesperado y, por Hércules, muy tumultuoso.

(Mendoza: p. 137)

En fin, que Mendoza se toma a sí mismo y su uso de las flatulencias como recurso literario con buen humor y cierto sentido de la parodia:
La calle estaba desierta y en el silencio de la noche el viento traía el ruido de las armas y los pasos de las patrullas en el empedrado. El mismo viento disipaba la peste de mis constantes ventosidades. Este grosero detalle, bien lo sé, no incrementa el mérito del relato, pero soy un estudioso de la Naturaleza y sus fenómenos, no de la Poesía y sus formas, y he creído que, de haber estado en mi lugar, ni Arquímedes, ni Tales de Mileto, ni Estrabón, en sus doctos tratados, habría omitido por motivos estéticos esta incidencia.

(Mendoza: pp. 124-125)

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