domingo, 11 de julio de 2010

Reflexiones sobre la naturaleza del arte y lo estético.

La muerte en Venecia contiene, sobre todo en sus primeros capítulos, más de una reflexión sobre la naturaleza del arte, la belleza y lo estético en general:
Para que una obra espiritual relevante pueda tener sin demora una incidencia amplia y profunda, ha de existir una secreta afinidad, cierta armonía incluso, entre el destino personal de su autor y el destino universal de su generación. Los hombres no saben por qué consagran una obra de arte. Pese a no ser, ni mucho menos, conocedores, creen descubrir en ella cientos de cualidades para justificar tanta aceptación; pero la verdadera razón de sus favores es un imponderable: es simpatía.

(Thomas Mann: La muerte en Venecia, p. 15)

Mann conecta aquí, como vemos, el arte con lo espiritual y lo universal. Una obra de arte no se convierte en relevante por mero accidente, sino porque responde a las necesidades profundas del espíritu de su generación, nada menos. Concepción romántica del arte que mucho después vendría a echar por tierra Andy Warhol con sus cuadros serigrafiados y su reivindicación de lo común, que es el ámbito donde nos movemos en esta postmodernidad algo chata y sin grandes ambiciones. Pocos piensan a estas alturas que el arte tenga mayor transcendencia. Todo se limita a ser un mero producto posicionado en el mercado y que los consumidores compran para entretenerse. Nada más. Vivimos tiempos del espíritu descreído y cínico, sin anhelos prometeicos, sin afán de superación. Sencillamente, ya no existen escalas de valores con las que medir el progreso, ni el nuestro propio ni el de la humanidad.

En fin, que Mann todavía cree en el artista como genio:
... también desde una perspectiva personal, el arte es vida potenciada. Procura un goce más intenso, pero consume más deprisa. Imprime en el rostro de sus servidores las huellas de aventuras espirituales e imaginarias y, a la larga, engendra en el artista, por más que éste viva exteriormente inmerso en una paz conventual, cierta hipersensibilidad refinada, un cansancio y una curiosidad nerviosa que una vida colmada de gozos y pasiones turbulentas apenas conseguiría despertar.

(Thomas Mann: La muerte en Venecia, p. 20)
Aunque el autor nos presente todo esto como contraposición al espíritu bohemio y desordenado que caracterizara a buena parte de la comunidad artística de finales del siglo XIX y principios del XX (e, igualmente, del periodo de entreguerras en que vive él mismo), lo cierto es que ambas ideas están relacionadas. El romántico con gustos estetizantes idealiza una vida entregada a los excesos, mientras que Mann no hace sino transferir esa misma idea de los excesos vividos en carne propia al mundo del espíritu creativo, pretendiendo que la entrega sin condiciones al mundo del arte acaba por proporcionarnos unas experiencias (y, por ende, unos conocimientos) similares. El suyo es un malditismo aburguesado, de andar por casa, meramente estético y cien por cien seguro.

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