sábado, 17 de julio de 2010

Embriagado por la belleza y la sensualidad.

Y llegamos al momento en que Gustav von Aschenbach, el artista y narrador, se embelesa al ver al joven Tadzio jugando en la playa:
Sus ojos abarcaron la noble figura que se erguía allá abajo, en las lindes del azul, y en un arrebato de entusiasmo creyó abrazar la belleza misma con esa mirada, la forma como pensamiento divino, la perfección pura y única que vive en el espíritu y de la cual, para ser adorada, se había erigido allí una copia, un símbolo lleno de gracia y ligereza. ¡Era la embriaguez! Y, sin advertirlo, o más bien con fruición, el senescente artista le dio la bienvenida. Su espíritu empezó a girar, su formación cultural entró en ebullición y su memoria fue rescatando ideas antiquísimas que había recibido en su juventud y hasta entonces nunca había reavivado con fuego propio. ¿No estaba escrito que el sol desvía nuestra atención de las cosas del intelecto para dirigirla hacia la de los sentidos? Pues, según decían, hechizaba y entorpecía entendimiento y memoria a un grado tal que el alma, impulsada por el placer, olvidaba totalmente su verdadero estado, y, presa de admirativo asombro, permanecía atada a los objetos más hermosos que el sol alumbra; sí, sólo con la ayuda de un cuerpo era capaz de acceder luego aun plano de contemplación más elevado.

(Thomas Mann: La muerte en Venecia, p. 57)

Se hace difícil clasificar el tipo de atracción que von Aschenbach siente por el joven. No faltaría, por supuesto, quien lo considerase un obvio caso de pedofilia. Y, sin embargo, en ningún lugar consta que von Aschenbach sintiera ningún tipo de excitación sexual, sino que el placer que experimenta es meramente estético. El artista admira al joven Tadzio no como objeto de deseo sexual, sino como obra de arte. Ni siquiera aspira a tocarlo, que equilvaldría a mancillar la obra de arte. Al contrario, se trata de la encarnación del ideal de belleza, ante lo cual no queda otro remedio que extasiarse en silencio mientras lo observamos de lejos. El artista de éxito acaba por retornar a las raíces de la cultura humanista misma en el Mediterráneo veneciano.

Ahí va otro claro ejemplo donde se observa, además, de una forma mucho más evidente que el narrador siente una atracción más bien estética, espiritual, casi platónica por el joven Tadzio:
Muchas veces, cuando el sol se ponía detrás de Venecia, se sentaba en un banco del parque a contemplar a Tadzio, que, vestido de blanco y con un cinturón de color, se entretenía jugando a la pelota en el terreno de grava aplanada; y creía estar viendo a Jacinto, el joven condenado a morir porque dos dioses lo amaban. Sí, hasta llegó a sentir los dolorosos celos de Céfiro por el rival que olvidaba el oráculo, el arco y la cítara para jugar siempre con el bello mancebo...

(Thomas Mann: La muerte en Venecia, p. 63)

Y, por si aú cabe alguna duda de que el amor que nos describe von Aschenbach no es para nada carnal, aquí tenemos esta otra cita:
Nada hay más extraño ni más delicado que la relación entre las personas que sólo se conocen de vista, que se encuentran y se observan cada día, a todas horas, y, no obstante, se ven obligadas, ya sea por convencionalismo social o por capricho propio, a fingir una indiferente extrañeza y a no intercambiar saludo ni palabra alguna. Entre ellas va surgiendo una curiosidad sobre-excitada e inquieta, la histeria resultante de una necesidad de conocimiento y comunicación insatisfecha y anormalmente reprimida, y, sobre todo, una especia de tenso respeto.

(Thomas Mann: La muerte en Venecia, p. 63)

Nada de ello quita, por supuesto, para que ciertos sectores tradicionalistas (los de siempre, claro) acusen a la obra de pornografía y pedofilia más o menos latente.

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