martes, 13 de julio de 2010

Fin de los cánones.

Nótese la siguiente descripción:
El aspecto de la dama era frío y comedido, y tanto el arreglo de sus cabellos, ligeramente empolvados, como la hechura de su vestido, denotaban esa sencillez que determina el gusto dondequiera que la piedad es parte integrante de la distinción. Hubiera podido ser la esposa de un alto funcionario alemán.

(Thomas Mann: La muerte en Venecia, p. 35)

¿Hemos superado acaso el cánon del buen vestir, que se decía antes? ¿Lo hemos dejado atrás irremisiblemente? De hecho, existía hasta hace bien poco, y no se diferenciaba demasiado de lo que aquí describe Mann. Sin embargo, algo ha cambiado definitivamente a partir de los ochenta, aunque las raíces de esta transformación se hunden más bien en la década de los sesenta con su marcado relativismo cultural. No hay más que mirar a nuestro alrededor para notar inmediatamente que ya no existen cánones. Podemos tender a vestir de una u otra forma para tal o cual ocasión incluso, pero nada sucede si alguien saca los pies del tiesto. Se ve incluso mal (como un ataque a la libertad personal, como una clara muestra de autoritarismo trasnochado) el protestar contra ello. En otras palabras, aceptamos las normas y cánones limitados a una determinada comunidad o subcultura a la que nosotros, como individuos, podamos elegir sumarnos libremente. Lo que ya no se acepta de ninguna de las maneras es la idea de que existe un cánon universal que debe imponerse una norma por encima de todo. De ahí el súbito interés por temas como la identidad, que lo deja todo en manos del individuo y su libre elección. Para bien o para mal, la señora que describe Mann se nos antoja un personaje de otro tiempo.

No hay comentarios: