jueves, 22 de julio de 2010

Últimas consideraciones sobre la idea de belleza y defensa del artista disoluto.

Ya cerca del final del libro, el narrador describe así un sueño que tiene con claras connotaciones de diálogo platónico:
"Porque la Belleza, Fedro, tenlo muy presente, sólo la Belleza es a la vez visible y divina, y por ello es también el camino de lo sensible, es, mi pequeño Fedro, el camino del artista hacia el espíritu. Pero ¿crees acaso, querido mío, que algún día pueda obtener la sabiduría y verdadera dignidad humana aquel que se dirija hacia lo espiritual a través de los sentidos? ¿O crees más bien (te dejo la libertad de decidirlo) que es éste un camino peligroso y agradable al mismo tiempo, una auténtica vía de pecado y perdición que necesariamente lleva al descarrío? Porque has de saber que nosotros, los poetas, no podemos recorrer el camino hacia la Belleza sin que Eros se nos una y se erija en nuestro guía; sí, por más que a nuestro modo seamos héroes y guerreros virtuosos, en el fondo somos como las mujeres, pues lo que nos enaltece es la pasión, y nuestro deseo será siempre, forzosamente, amor: tal es nuestra satisfacción y nuestro oprobio. ¿Comprendes ahora por qué nosotros, los poetas, no podemos ser sabios ni dignos? ¿Comprendes por qué tenemos que extraviarnos necesariamente, y ser siempre disolutos, aventureros del sentimiento? La maestría de nuestro estilo es mentira e insensatez; nuestra gloria y honorabilidad, una farsa; la confianza de la multitud en nosotros, el colmo del ridículo, y el deseo de educar al pueblo y a la juventud a través del arte, una empresa temeraria que habría que prohibir. Pues ¿cómo podría ser educador alguien que posee una tendencia innata, natural e irreversible hacia el abismo? Quisiéramos negarlo y conquistar la dignidad, pero dondequiera que volvamos la mirada, nos sigue atrayendo. De ahí que renunciemos al conocimiento; pues el conocimiento, Fedro, carece de dignidad y de rigor: sabe, comprende, perdona, no tiene forma ni postura algunas, simpatiza con el abismo, es el abismo. Por eso lo rechazamos, pues, con decisión, y nuestros esfuerzos tendrán en adelante como único objetivo la Belleza, es decir, la sencillez, la grandeza, un nuevo rigor, una segunda ingenuidad, y la forma. Pero la forma y la ingenuidad, Fedro, conducen a la embriaguez y al deseo, pueden inducir a un hombre noble a cometer las peores atrocidades en el ámbito sentimental —atrocidades que su propia seriedad, siempre hermosa, condena por infames—; llevan, también ellas, al abismo. A nosotros los poetas, digo, nos arrastran hacia él, dado que no podemos enaltecernos, sino solamente entregarnos al vicio. Y ahora, Fedro, he de marcharme. Tú quédate aquí, y sólo cuando ya no me veas, márchate también".

(Thomas Mann: La muerte en Venecia, pp. 91-92)

Si Mann tuviera razón en todo esto, deja sin duda muy mal parado a un siglo XX que tanta atención prestó siempre a los intelectuales y que tanto apreció sintió por el artista comprometido. Convendría, por ello, considerar cuidadosamente las palabras de Mann.

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