domingo, 10 de agosto de 2008

El sustrato moral del civismo.

Camps y Giner reflexionan en el primer capítulo del libro sobre la convivencia, la necesidad de la vida en sociedad para poder desarrollar nuestra naturaleza humana (el hombre como animal político, que definiera Aristóteles) y las posibles acepciones del término civismo:
La fuente ciudadana, por así decirlo, de la palabra civismo nos recuerda un hecho elemental, sobre el que se fundamentan estas reflexiones: mujeres y hombres —es decir el hombre, en abstracto, un sustantivo masculino que nada tiene que ver con la masculinidad— son esencialmente animales cívicos. Son, para usar la raíz griega, animales políticos. (...) El civismo entraña el buen gobierno de nuestra convivencia, pero no desde un centro de autoridad, desde el gobierno, sino por obra y gracia de todos los que participamos en ella.

La noción de civismo posee dos acepciones. La más corriente, y que todo el mundo entiende de buenas a primeras, es la de conducta correcta y respetuosa entre propios y extraños. Incluye los buenos modales, la buena educación. (...) Hay otro sentido de la palabra, algo más sutil, que nos parece fundamental: civismo es también la cultura pública de convivencia por la que se rige, o debería regirse, una determinada sociedad. Según este significado el civismo está formado por un conjunto de procederes de interacción humana sin los cuales la convivencia es difícil o imposible. (...) Pero el civismo —he aquí una afirmación que consideramos crucial para nuestro argumento a lo largo de todas estas observaciones— no es sólo un conjunto de normas o modos de proceder —es decir, no es solamente procedimental— sino que incluye también un contenido moral: expresa unos determinados valores morales y unas creencias acerca de la sociabilidad humana, que iremos explorando poco a poco.

(Camps y Giner: pp. 15-17)

Dudo mucho que haya lugar a discutir la primera acepción, la que relaciona el civismo con la buena educación, entendida ésta como el comportamiento respetuoso y responsable hacia los demás (en cierto modo, lo que antiguamente se llamaba urbanidad, aunque el concepto de civismo tal y como lo definen Camps y Giner en el libro va mucho más allá). En cambio, la segunda apreciación de los autores me parece más importante y, quizá, no tan obvia para la sensibilidad contemporánea: no puede haber comportamiento cívico sin un mínimo contenido moral. En una época tan propensa al relativismo casi absoluto —el todo vale que algunos caracterizan como elemento primordial de la sociedad postmoderna—, pocas cosas hay tan pasadas de moda como la reivindicación de la moral. Y, sin embargo, lo cierto es que no puede haber sociedad (ni democracia) liberal sin un mínimo consenso moral porque la democracia se fundamenta en la actitud cívica, y ésta no puede existir sin una conciencia de la responsabilidad individual y, sobre todo, sin la aceptación de unos deberes mínimos hacia la comunidad en la que desarrollamos nuestra vida. De ahí que el relativismo absoluto —el pasotismo, la dejadez, la indiferencia— sea tan corrosivo y amenace con destruir las bases mismas de la democracia. No es necesario considerarse un feligrés del Papa Benedicto XVI (ni tampoco compartir el resto de sus opiniones) para estar de acuerdo con su crítica del relativismo contemporáneo. La corrosiva acidez del todo vale, la peligrosa idea de que las cuestiones éticas y morales son completamente secundarias, nociones anticuadas que pertenecen a un pasado dominado por el autoritarismo más atroz, afecta a la democracia tanto o más, si cabe, de lo que lo hace a las religiones establecidas. Conviene que reflexionemos sobre ello, en lugar de esforzarnos tanto por no aparecer como viejos carcas.

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