martes, 12 de agosto de 2008

No puede haber educación (ni civismo) sin represión.

De un tiempo a esta parte, el adjetivo libertario parece haberse convertido en uno de los epítetos políticos más preciados, al menos en el mundo anglosajón. Simpatizantes de derechas e izquierdas se esfuerzan por presentar una imagen de "amantes de la libertad", de individuos "independientes" que "van por libre". Lo colectivo está en horas bajas. La exaltación de las libertades invididuales, por el contrario, es de lo más in. Pues bien, Camps y Giner vienen a pinchar ese globo con una sensatez que abruma:

Vivir con otras personas obliga a reprimirse, a no hacer lo que a uno le viene en gana en cualquier momento. Se reprimen las emociones y los instintos. En su lugar, aparece la razón y la conciencia moral. Uno no hace lo que quiere sino lo que se debe hacer.

(Camps y Giner: p. 34)

Todo un toque de atención para una sociedad consumista acostumbrada a reivindicar sus derechos pero que desconoce la existencia de deberes. Las libertades individuales están muy bien, pero a lo mejor hemos ido demasiado lejos en su exaltación. Sencillamente, en la vida en sociedad no es posible una libertad sin cortapisas. Se trata, ni más ni menos, que del viejo adagio según el cual mi libertad llega hasta donde comienza la de los demás. Y la única forma de aplicar este principio a la realidad es, en primer lugar, mediante el auto-control de nuestras tendencias más individualistas y egoístas. Se trata, sin embargo, de un valor moral (el del auto-control) que está sin lugar a dudas en franca decadencia. Hace ya varias décadas que no hacemos sino denigrar a quienes se comportan de forma sensata, responsable y moderada, al tiempo que elevamos a los altares mediáticos a aquellos individuos que se atreven a "expresar sus sentimientos sin cortapisas" y, sobre todo, "hablan sin pelos en la lengua". Desgraciadamente, esto se interpreta a menudo como un derecho (una obligación, incluso) a comportarse rudamente, a insultar sin ton ni son, a faltarle al respeto a quienes tienen la mala fortuna de encontrarse frente a nosotros en la trinchera dialéctica en que hemos convertido casi todo tema de debate (por cierto, que nunca falta quien apunta al mundo de las bitácoras con dedo acusador respecto a este tema, cuando me parece obvio que la pantalla televisiva o las ondas de la radio no son precisamente ejemplo de virtudes cívicas).

¿Acaso no es cierto que, al menos desde finales de los setenta, hemos vivido en nuestro país una cierta ola de ira libertaria contra las reglas más elementales de cortesía? Lo que antes se consideraba, sin más, buena educación hoy se considera un comportamiento carca, anticuado, reaccionario y conservador, algo más propio de tiempos franquistas que de esta España moderna y finalmente integrada en Europa que hemos construido entre todos. Y, sin embargo, como advierten Camps y Giner:

Es cierto que las reglas de buena educación han solido distinguir entre clases y categorías. Pero ¿hemos dejado de distinguir al eliminarlas? ¿No es cierto que las reglas de cortesía están siendo sustituidas por las normas que impone la moda?

(Camps y Giner: p. 40)

Como dicen los anglosajones, pareciera que hubiéramos tirado al bebé junto con el agua sucia. Con tal de extender las libertades individuales y limitar las tendencias autoritarias de una sociedad que aprendió a vivir cómodamente bajo la dictadura franquista, es bien posible que hayamos caído en el error contrario. Y, sin embargo, ¿qué generación no ha oído este tipo de letanías sobre la falta de educación de los jóvenes y la decadencia general de las formas? Se ha convertido en un lugar común del comentario social casi desde los inicios mismos de la civilización. La verdad es que lo que consideramos cortés o educado cambia en cada época porque se trata, en realidad, de normas puramente contingentes, acuerdos tácitos a los que llegamos entre todos para conducir nuestra vida en común. De ahí que las normas de comportamiento de las nuevas generaciones siempre parezcan inaceptables a los mayores. Sencillamente, se trata de un consenso diferente en el que ellos no siempre han participado.

En todo caso, lo que sí es cierto es que unas mínimas normas de cortesía y educación son imprescindibles para la vida en sociedad. No puede haber convivencia si antes no existe un acuerdo de mínimos sobre las reglas del juego que todos nos comprometemos a acatar. Pues bien, esto es precisamente lo que hemos dado en llamar civismo. Y tampoco es menos cierto, aunque no siempre nos guste, que estas reglas del juego han de comunicarse de una u otra forma a las nuevas generaciones e incluso hayan de imponerse en ocasiones mediante la represión (una represión sensata y medida, por supuesto).

Quizá las buenas maneras no sean más que el principio, el punto de partida o el medir [sic, ¿medio?] para la adquisición de unos hábitos que luego habremos de llamar morales. Las buenas —y malas— maneras, si se aprenden bien, acaban siendo un hábito. Los pedagogos saben que educar significa inculcar hábitos. Hábito de limpieza, de orden, de puntualidad, de mínima seriedad, de silencio. El fin de todos ellos es la vida en común y en paz.

(Camps y Giner: pp. 41-42)

Estamos hablando de una idea (la de inculcar hábitos) que no puede ser sino el elemento central de la educación, por más que no falten quienes pretenden criar a los hijos sin límites ni imposiciones. El niño —y esto debiera quedar bien patente— no tiene la madurez reflexiva para conocer las consecuencias de su comportamiento, que es precisamente en lo que consiste la responsabilidad ciudadana. Por consiguiente, son sus padres quienes tienen el deber de inculcar estos hábitos elementales en ellos. Eso sí, una vez crezcan, serán capaces de adaptar lo que aprendieron a las necesidades de su entorno, que pueden haber cambiado (de hecho, lo más probable es que hayan cambiado bastante) desde su infancia. Pero ello no quita para que padres y educadores hagan dejación de sus funciones en este aspecto echando mano a una concepción errónea de la libertad.

En fin, de todo esto trata (o debiera tratar) la dichosa asignatura de Educación para la Ciudadanía que tanto debate generó hace unos meses. Como suele suceder en política, unos (los del PP) aprovecharon para acusar a otros (los del PSOE) de intentar lavar el cerebro de nuestro jóvenes, mientras que éstos (los del PSOE) vieron una oportunidad de oro para acusar a aquéllos (los del PP) de mostrencos reaccionarios que se oponen a los principios fundamentales del civismo. Yo, por mi parte, estoy convencido de que ambos pecaron de un exceso de partidismo, cerrazón y mala fe. Nos iría mucho mejor si, en lugar de dedicarse a lanzar huevos de un lado para otro, tanto socialistas como populares mostraran una disposición a debatir seriamente la mejor forma de incluir una asignatura que trate sobre las mínimas reglas de convivencia en una sociedad democrática (algo que considero elemental) al tiempo que evitemos entrar en asuntos claramente polémicos y divisivos como el aborto o el matrimonio de personas del mismo sexo. Me parece evidente que podemos estar en desacuerdo con respecto a estos últimos temas y, aún así, encontrar puntos en común, reglas básicas de convivencia que nos unan como ciudadanos, independientemente de nuestra ideología política, nuestra fe o nuestra procedencia étnica.

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