Tony Blair planteó entonces una remodelación fundamental del orden internacional que reflejara la interdependencia creciente del mundo moderno. (...) Los primeros borradores de aquella nueva Doctrina de la Comunidad Internacional, habían sido redactados por Lawrence Freedman, un famoso profesor y teórico británico en estudios de guerra. Freedman dio forma intelectual a las ideas del primer ministro. El discurso de Blair invocaba una transformación radical de las normas y las instituciones internacionales que reflejara el cambio de la realidad global: en un mundo de fronteras porosas, donde el caos y el conflicto se desparramaban rápidamente de una nación a la vecina, el objetivo moral y el propio interés exigían una intervención más decidida. El mundo posterior a la guerra fría, dijo, necesitaba una definición más amplia de la seguridad que la que se aplicaba durante la confrontación entre Occidente y la Unión Soviética. (...) Las naciones más poderosas debían aceptar la responsabilidad explícita de impedir que aquellas matanzas se repitieran. Cuando en un país la opresión "produce flujos masivos de refugiados que desestabilizan a los países vecinos, pueden describirse correctamente como amenazas para la paz y la seguridad". En consecuencia, la soberanía de los estados se hallaba condicionada a su aceptación de unas normas de comportamiento básicas y universales.
(Stephens: pp. 189-190)
Ni que decir tiene que George W. Bush y los neocon hacían un análisis bien distinto, tanto en ese momento (durante el conflicto de Kosovo los republicanos presionaron a Bill Clinton para que no enviara tropas y se desentendiera) como después de los atentados del 11-S. Mientras que Blair y los laboristas aceptaban de buena gana el multilateralismo y las instituciones internacionales (y, por consiguiente, estaban dispuestos a defender el intervencionismo en cuestiones que otros considerarían de estricta soberanía nacional), Bush y los neocon despreciaban a la ONU, lo entendían todo desde la lógica amigo-enemigo, solamente creían en la firme defensa de los intereses estadounidenses y no se paraban en mientes a la hora de exigir a los demás gobiernos su apoyo incondicional. Es cierto, Blair fue a la guerra de la mano de Bush, pero todo parece indicar que lo hizo por motivos bien distintos y con el convencimiento de que tarde o temprano podría ejercer alguna influencia sobre el amigo americano (todo esto no quita, obviamente, para que a lo mejor también hiciera un cálculo interesado basado en la más pura realpolitik: si el Reino Unido lograba insertarse mejor en el proyecto de integración europea y mantener al mismo tiempo unas buenas relaciones con EEUU, lo más probable es que su cotización en el mundo de la diplomacia internacional subiera bastantes enteros).
De todos modos, no tenemos más remedio que reconocer que la izquierda continental europea, que plantó cara al intervencionismo militar estadounidense, tiene que plantearse una pregunta urgente y sinceramente: ¿cómo es posible criticar la pasividad de los gobiernos democráticos ante la persistencia de dictaduras como la de Pinochet o el apartheid surafricano y, al mismo tiempo, oponerse a cualquier tipo de intervención militar o imposición externa de las normas más fundamentales del Derecho Internacional? Las medidas de bloque económico no sólo se han demostrado manifiestamente insuficientes para derribar gobiernos autoritarios, sino que además es la propia izquierda la que se opone firmemente a dichas medidas en casos como el cubano. ¿Cuál es, pues, nuestra respuesta? Si nos oponemos a la intervención militar y también al bloque económico, ¿cómo proponemos que se actúe en aquellos casos en los que ciertos estados o gobiernos incumplen reiteradamente con las normas más esenciales del Derecho Internacional? ¿Se les deja actuar libremente y sin interferencia? El claro posicionamiento que tomó Blair puede parecernos demasiado belicoso, pero al menos tiene la ventaja de ser eso: claro.
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