domingo, 8 de junio de 2008

Progresismo, ética, relativismo y seguridad ciudadana.

Por mínimo que ya llegado nunca a ser el Estado mínimo liberal, jamás renegó de una función que siempre se consideró primordial desde la derecha: el orden público (esto es, lo que hoy en día, quizá para hacerlo más fácilmente asumible para la izquierda, denominamos seguridad ciudadana). Pues bien, de la misma forma que hiciera Bill Clinton en los EEUU, éste fue precisamente el tema que eligió Blair para distinguirse del laborismo tradicional:
El momento que señaló a Tony Blair en la menet del público como un político laborista totalmente diferente fue tan inesperado como horrible. En febrero de 1993, la nación estaba trastornada por el asesinato de un niño de dos años. James Bulger, perdido de vista por su madre apenas un momento, fue secuestrado en un centro comercial de Liverpool por dos niños no mayores de diez años. Le llevaron de la mano a un descampado cercano y le pegaron una paliza brutal que le mató. (...) Blair, como portavoz de interior y justicia, dio la respuesta de su partido. Le hizo salir de la sombra de Westminster y de las secciones políticas para llevarle a las primeras páginas de los periódicos, y de allí a la escena nacional.
Blair declaró que el asesinato transmitía sin duda un malestar muy profundo. La sociedad había perdido su brújula ética, y la tolerancia había dado paso al abuso de libertad. Había llegado el momento de prescindir del relativismo moral y de reformar la distinción fundamental entre lo bueno y lo malo. (...)

(Stephens: pp. 73-74)

La izquierda, ciertamente, tiene una tradición de desprecio por el orden público y los aspectos relacionados con la seguridad, prefiriendo expandir las áreas de libertad individual y reivindicar el antiautoritarismo. Todo esto no vino necesariamente mal mientras las sociedades occidentales (incluso las más avanzadas) aún conservaban un alto grado de autoritarismo residual y anticuados hábitos sociales. Los movimientos contestatarios de los años sesenta se rebelaron precisamente contra todo esto: el recurso constante al principio de autoridad por parte de los profesores en la escuela y hasta en la Universidad, el excesivo formalismo en las costumbres, las actitudes pacatas en todo lo que se refiriese al sexo, la incapacidad más absoluta para disfrutar la vida fuera de unos modos claramente regimentados, etc. Ahora, pasados aquellos años, queda claro que dicha contestación fue un necesario soplo de aire fresco que debía insuflar un nuevo vigor en nuestras sociedades. Sin embargo, hacia finales de los años setenta y principios de los ochenta ya hubo claros indicios de que buena parte de la población en aquellos países que se habían mostrado más liberales durante la década anterior estaba experimentando ciertas dudas respecto al estado de cosas. Conservadores con resabios reaccionarios (Ronald Reagan y Margaret Thatcher, por ejemplo) aprovecharon estas dudas para promover una agenda tradicionalista y ultraconservadora empeñada en recortar los derechos duramente conquistados en la década de los sesenta. Y, sin embargo, ello no quita para que la respuesta progresista no debiera limitarse a agarrarse de uñas y dientes al status quo, que es por desgracia lo que a menudo sucedió. Hubiera sido mucho más inteligente reivindicar el justo medio, en lugar de apostar por estrategias defensivas, pero al menos en el caso británico esto no sucedería hasta la aparición de Tony Blair en la escena política.

El caso de James Bulger le sirvió a Blair para colocar su discurso ético inspirado en valores cristianos en el punto central del debate político y social. Frente a la permisividad progre de antaño, Blair reivindicaba ahora no una educación autoritaria ni conservadora (en esto se diferenciaba claramente del neoconservadurismo antes mencionado), sino un retorno a los grandes principios éticos y morales de la Humanidad (la distinción entre el bien y el mal) compatible, no obstante, con conceptos que habían ganado peso específico en las últimas décadas, como pueden ser la tolerancia, el diálogo, el respeto o la diversidad. Blair representaba, por consiguiente, no un retorno a lo anterior, pero sí una corrección de lo que podían considerarse como excesos de los años sesenta. O, para expresarlo de otra manera, apostaba por devolver el péndulo hacia una posición intermedia o central, evitando los extremos. Una vez más, algunas de sus críticas al relativismo moral podían sonar perfectamente compatibles con las que provenían de la derecha más o menos tradicionalista, pero ello no quiere decir ni mucho menos que sus soluciones fueran las mismas, ni siquiera parecidas.

En cualquier caso, Blair volvió a conectar el laborismo con la tradición de austeridad ética que había caracterizado al movimiento a finales del siglo XIX. En este sentido, supuso para el laborismo británico algo similar de lo que representaría Felipe González en España con su reivindicación de los "cien años de honradez". Tanto uno como otro subrayaron no el relativismo absoluto, sino la claridad ética.

¿Pero qué tiene que ver todo esto con la seguridad ciudadana? En ese sentido, sí que es bien posible que Blair se dejara llevar por la retórica conservadora. Las convicciones morales no siempre pueden prevenir comportamientos asociales, como quedó bien patente en la Alemania nazi. De la misma manera, pueden recordarse decenas de ejemplos en los que sociedades supuestamente nada relativistas (esto es, nada influidos por el espíritu relativista de la Ilustración y la Modernidad, como gustaría recordar a muchos representantes de la Iglesia) cayeron masivamente en comportamientos inmorales e inhumanos. En este tema, como en cualquier otro, la posición más sensata suele estar cerca del justo medio: el absolutismo moral conduce al fanatismo y la imposición, en tanto que el relativismo moral nos hunden en el cenagal de la indiferencia. A lo mejor habría que apostar por un relativismo relativo, difícil como sería entrar a definirlo.

Sea como fuere, de lo que no cabe duda es de que la seguridad ciudadana debe ser un elemento fundamental de cualquier política progresista. Sencillamente, no es posible garantizar la convivencia de los ciudadanos ni extender los derechos sociales si no somos capaces de afirmar primero el Estado de Derecho. Las leyes están para ser cumplidas. De bien poco vale legislar de forma progresista si no vamos a ser capaces de segurar el cumplimiento de las mismas.

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