lunes, 29 de agosto de 2011

Revolución personal y revolución política van de la mano.

Uno de los aspectos más importantes de la contracultura de los años sesenta que ha dejado una marca indeleble en los movimientos sociales que la han seguido es la conexión directa que logró hacer entre vida personal y vida social, que hasta entonces habían estado separadas en compartimentos estanco:
Nuestra hipótesis de trabajo es que revolución psicológica y praxis política se entralazan dialécticamente en todo proceso de cambio social. Una revolución personal sin un cambio político que permita exteriorizarla no tiene sentido, pero tampoco es verdadera una revolución política sin un cambio en las estructuras mentales, emocionales y culturales del individuo.

(Luis Racionero: Filosofías del underground, p. 17)

Tan acostumbrados estábamos a la hipocresía social imperante (esto es, a aparentar una cosa en sociedad y después comportarnos como nos venía en gana en la esfera privada, sobre todo en cuestiones de moral sexual) que la afirmación de la necesidad de una coherencia entre los postulados que se mantenían en público y cómo se desempeñaba uno en su vida privada llegó a verse como una auténtica revolución social y política. No era para menos en un contexto tan pacato como el de las sociedades occidentales de los años cincuenta y principios de los sesenta.

Todo esto dejó, como decíamos, una clara influencia en los nuevos movimientos sociales y los partidos verdes a través de la nueva izquierda estadounidense y europea. La política pasó a concebirse como algo que se extendía a la esfera de la vida cotidiana, algo que podía realizarse no solamente en las instituciones elegidas a tal efecto, sino también en el seno mismo de nuestras familias y nuestas relaciones personales, por no hablar de otras instituciones sociales, como la escuela, el barrio o la universidad. Este concepto más amplio de lo político llegó con los años sesenta para quedarse y todavía pervade nuestro discurso político.

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